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La abuela en llamas

By 03/07/2020 diciembre 16th, 2020 No Comments

-Mierda, ¿a quién se le ocurre colgar los cuadros a diez centímetros del techo?

La oí tronar y supe que era hora de volverse invisible. Pobre de Melquíades, el buen MacGyver -como ella solía presentarlo seguramente convencida de que el mundo entero tenía que saber quién era MacGyver-, que nos había abierto la puerta contento como perro con dos colas, cubierto del polvo de ladrillo de todas las perforaciones que realizó en una tarde en las cuatro paredes para esperar a su jefa con todo listo, como ella le había encomendado. Ahí estaba cada cuadro en su lugar, equidistantes unos de otros y alineados a la perfección pero a 10 cm. del techo.

-Mierda, Melquíades, ¿es que tengo que explicar con manzanas lo que Ud. ya sabe? ¿Cómo mirá desde acá, parado en el suelo, los cuadros que colgó? ¿No piensa mientras calcula los espacios? Dígame, ¿cómo es que ve Ud. o yo o cualquiera los cuadros a esa altura?

Melquíades intentaba explicar lo inexplicable, turbado, entristecido, mirando hacia arriba y hacia abajo. Cada vez que quería decir algo, la abuela gritaba:

-No me diga nada, Melquíades. No hay cómo justifique la falta de criterio. -Pero, señora… -Pero señora, qué, Mélquíades, dígame qué. Es increíble que una tenga que hacerlo todo, carajo. ¿Por qué no delega todavía le dicen a una los hijos, los hermanos, mi madre? ¿Pir quí ni diligui? ¡Porque no se puede, porque nadie piensa dos minutos antes de mandarse la gran cagada! Porque se creen los inventores de la pólvora y no se dan cuenta que todo está inventado, que sólo hay que pensar dos minutos y hacer las cosas bien a la primera… ¡Qué mierdaaaaaaaaaa!

Eran cinco minutos interminables. Cuando la abuela se transformaba en dragón lo mejor era evitar su lanzallamas de improperios, sus ojos de fuego, la posibilidad de que decidiera dar fin al mundo. Tras los cinco minutos, la descarga eléctrica de 1000 voltios había terminado. La abuela, de inmediato, empezaba a reparar los daños. -Baje todo, Melquíades, consiga masilla, quite los tarugos y rellene las perforaciones. Las vuelve a hacer un metro más abajo, por favor. Disculpe el enojo y el maltrato.

¿Quiénes mierda se creen que son? ¿Es que no hay alguien en esta casa que se dé cuenta y haga algo? ¿Cómo pudiste, papá? ¿Cómo pudiste seguir mirando de palco desde tu hamaca como tu perro de mierda, que vino en calidad de refugiado, se ponga a cruzar con la hija de mi perra, si yo las cuido tanto? Y llego de ir a buscar tus huevadas de remedios, de ocuparme de tus cosas y vos no sos capaz de respetar a mis perritas, a mis animalitos que en esta casa todos respetamos. Pero que putas pasa en el mundo, carajo. No me digás papá que qué podías hacer si son perros porque la mierda me sale por el tinnitus de indignación. No es posible. No es posible porque no sos un inválido, no estás ido, no te falta un brazo. No te dio la gana de moverte a moderar al perro de mierda desgraciado. Me cago en mi suerte.

Esta vez la víctima del dragón fue el bisabuelo, que miraba el vacío hamacándose despacio, con el bastón a media asta. Pobre el bisabuelo reteado y lejos, en un rincón, como si supiera, estaba Bululi, el mastín acusado. Creo que esa vez sí fue la vez que vi más enojada a la abuela. Mi papá, mis tíos, mi abu Licho, habían hecho mutis por el foro. Sabían que ella tenía razón pero aunque no pareciera que fuera para tanto, también sabían que apenas ella llegara de la calle y se enterara de lo sucedido, ardería Troya. Yo que estaba en mi pieza, subí el volumen del videojuego para que no oyeran mis amigos y seguimos jugando. Conté más o menos los cinco minutos y después fui al baño. Todo era silencio. Asomé en la cocina y la abuela estaba llorando abrazada a sus cachorras.

Nadie discute con la abuela. Al final, siempre tiene razón aunque no la tenga y es porque si no la tiene, algún día pasará exactamente lo que ella había dicho. Cuando la maestra pregunta al comenzar cada año cómo es nuestra familia y mis amigos describen a sus abuelas buenas, que les regalan cosas y los llevan de viaje, a mí me da un poco de risa decir que mi abuela putea y ay de si yo digo una mala palabra. Ella dice que sólo ella putea porque tiene que acomodar el mundo que otros desarreglan. Me da un poco de risa decir que mi abuela es la que se termina el helado cuando no lo encuentro en la heladera o que ella me enseña de que cuando me pregunten por ella diga que es la más estudiosa de las abuelas. Me da otro poco de risa cuando le digo buenas noches y ella me responde que si no despierta temprano, no la despierte porque seguro salió a dar una vuelta a la luna en su escoba.

Yo que soy de no hacer mucho caso en casa, como dice ella, me va metiendo en vereda pero los dos sabemos que son trucos “para que no te jodan la paciencia, querido”, dice. No me perdona la falta de un punto al final de las oraciones ni una minúscula al comienzo de ellas. Dejé de contar con los dedos porque a ella le daba vergüenza que un nieto suyo no supiera de otra manera. “Voy a pedirle permiso a tu padre para llevarte al médico, a ver si no se te está poniendo gordo el cerebro por aplastamiento como la panza a la abuela”, me dijo. Nos reímos a carcajadas: ella con la tiza en la mano y yo en el pupitre que me puso en su biblioteca, frente a una pared completa pintada de negro donde hacemos las tareas.

La abuela es la generala de la casa. Y también el sargento.


* Publicado en el II Mundial de Escritura, durante la primera quincena de julio de 2020.

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