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Algo quiero decir (Etwas zu sagen)

Harto nos recuerdan de la historia del Colegio Alemán, de fundadores, maestros y alumnos, de quienes pasamos por sus aulas como escolares o como profesores; luego, como padres de familia: hoy me nace decir, como madre de bachilleres… nuevamente.

Y como me tocó decir a nombre de mi promo Eitiguán en 1981, luego a mi hijo Ignacio egresado el 2000 del Colegio donde nació, hoy me tomo la libertad de decir algo también a quienes tienen 18, mi Mariana, mi Mauricio, mis pequeños y sus compañeros de historia escolar desde el jardín de infantes y que, hoy, concluyen esta etapa en la búsqueda de su propia vida: “Alles zusammeln, Etwas zu sagen.” No sé si lo escribo bien pero suena genial. Todos juntos, algo que decir.

En las antiguas aulas del Pestalozzi, después desde las frescas galerías con vista a los jardines arbolados en las que hice mi secundaria y ahora en el grandioso edificio que se erigió sobre las memorias del pasado, aprendimos otra forma de educarnos, con rigideces verticales, secretas protestas personales y gran esfuerzo de nuestras familias, accedimos a un modelo que, más allá de los contenidos y este idioma tan poco difundido en nuestra América, moldeó nuestro método de encarar el pensamiento.

Aún cuando las interpretaciones hubieran variado desde la Alemania de la posguerra -que nos trajo un director memorable- hasta el día de hoy, cuando la mirada se ha vuelto pragmática y seducida por el imperio del liberalismo, yo le regalaría a cada bachiller la frase que Kurt Richter nos dejó la noche de nuestra promoción: “Ustedes están listos para mejorar el mundo. Empiecen por el suyo”.

Del Colegio Alemán, salimos sabiendo que éramos todos iguales pero distintos: aprendimos a decir y no callar, adquirimos disciplina para las tareas, responsabilidad para los compromisos asumidos, respeto a las diferencias. Supimos que éramos por lo que sabíamos y no porque lo que teníamos.

Ese profundo sentido de ser uno mismo nos ha hecho conocidos como “los alumnos del Alemán” porque aprendimos a usar la cabeza antes de “googlear”, a discernir lo correcto de lo que no lo es, dando antes que recibiendo. Esto no se aprende leyendo o copiando, sino con el ejercicio permanente, es lo que nos queda después de las fiestas, los juntes, los viajes: es lo que tiene verdadero sentido.

Que nos importe más que los títulos y los honores, más que los vestidos y los autos, más que los oropeles y lo fatuo, los recuerdos de nuestros compañeros y enseñanzas, de lo preparados que estemos para movernos con autonomía por el mundo, de la mano que aprendimos a sostener abierta a quien la precisa, del paso adelante que sepamos dar en defensa de un amigo, de la protección que demos al más débil, del apoyo que ofrezcamos a quien cayó en desgracia.

No importa cuánto hemos aprendido si no tenemos claro para qué y cómo compartir para contribuir con una sociedad que se aleja de los valores de nuestra casa.

Adolecemos de líderes, séanlo en lo que elijan hacer: en la ciencia, en el arte, en el deporte, en la política… aquella que nos impele a actuar a favor de los demás y a dar lo mejor de sí en lo que hagan. Esa es la política verdadera, la que nos representa a nosotros mismos. Los negocios dan dinero para comprar pero no honran la vida ni nos hacen más queridos.

Y reserven cada día un momento para sus padres, un momento para Dios, un momento para construir sus propias familias, un momento para el bien común, un momento para la buena vecindad. Y no escatimen abrazos, abracen hasta reírse de sí mismos. Sean felices como muchos, antes que ustedes, logramos serlo.

¡Enhorabuena y bendiciones!

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