Algún día habrá que renunciar a las noticias. La lectura de los periódicos, en efecto, nunca nos enseña más que aquello que aún no sabíamos. De hecho, es exactamente lo que buscamos: novedades. Pero lo que no sabíamos es precisamente lo que enseguida olvidamos. Porque, una vez que lo sabemos, hay que dejar espacio a lo que aún no sabemos y que llegará mañana. Los periódicos no tienen memoria alguna: una noticia expulsa a la otra, cada acontecimiento reemplaza a otro, que desaparece sin dejar rastro. Los rumores se inflan, y bruscamente se desinflan. Los «se cuenta» se suceden unos a otros, como una cascada informe y perpetua.

Al caminar, las noticias ya no tienen importancia. Consideremos las largas caminatas que duran varios días, varias semanas. Pronto ya no sabemos nada del mundo y de sus sobresaltos, del último episodio del asunto en boga. Ya no esperamos un nuevo cambio, ni saber cómo empezó ni cómo terminó. ¿Os habéis enterado de la última? Cuando se camina, nada de eso tiene importancia. Hallarnos frente a lo que dura absolutamente nos aparta de esas noticias efímeras que por lo general nos hacen cautivos. Resulta extraño cómo, al caminar lejos y mucho tiempo, uno se pregunta incluso cómo podía interesarle todo eso. La lenta respiración de las cosas hace que el jadeo cotidiano parezca una agitación vana, malsana.

La primera eternidad con la que nos topamos es la de las piedras, la del movimiento de las llanuras, las líneas de horizonte: todo ello resiste. Y el hecho de enfrentarnos a esa solidez que se yergue sobre nosotros hace que los actos nimios, las míseras noticias, parezcan motas de polvo barridas por el viento. Es una eternidad inmóvil y vibrante. Caminar es experimentar esas realidades que insisten, sin hacer ruido, humildemente —el árbol que crece entre las rocas, el pájaro que acecha, el arroyo que sigue su curso— y sin esperar nada. Caminar acalla de pronto los rumores y los lamentos, pone fin al interminable parloteo interior mediante el cual juzgamos sin cesar a los demás, nos evaluamos a nosotros mismos, recomponemos e interpretamos. Caminar acalla el soliloquio infinito en el que emergen los agrios rencores, las estúpidas satisfacciones y las venganzas fáciles. Estoy frente a esa montaña, camino entre los grandes árboles y pienso: están ahí. Están ahí, no me han esperado, están ahí desde siempre. Se me han adelantado indefinidamente, y seguirán estando ahí mucho tiempo después que yo.

Llegará un día en el que dejaremos también de estar preocupados, acaparados por nuestras tareas, prisioneros de ellas —conscientes de habernos inventado muchas, de imponérnoslas nosotros mismos—. Trabajar: ahorrar, estar perpetuamente alerta para no perdernos una sola ocasión de hacer carrera, codiciar tal o cual puesto, terminar deprisa, preocuparse por los demás. Hacer esto, acercarse a ver esto otro, invitar a este o aquel: imposiciones sociales, modas culturales, ajetreo… Siempre estamos haciendo algo, pero ¿siendo? Lo dejamos para más tarde: siempre hay algo mejor, siempre hay algo más urgente, siempre hay algo más importante que hacer. Lo dejamos para mañana. Pero el mañana trae consigo las tareas de pasado mañana. Un túnel sin fin. Y a eso lo llaman vivir. Es tan opresivo que hasta los momentos de solaz llevarán la marca de esa obstinación: deporte extremo, distracciones estresantes, veladas caras, noches exigentes, vacaciones costosas. Tanto es así que, al final, no hay más salida que la melancolía o la muerte.

Caminando no se hace nada más que caminar. Pero no tener nada que hacer más que caminar permite recuperar el puro sentimiento de ser, redescubrir la simple alegría de existir, la que constituye la esencia de la infancia. Así, la marcha, al liberarnos de carga, al arrancarnos la obsesión del hacer, nos permite recobrar esa eternidad infantil. Quiero decir que caminar es un juego de niños. Maravillarse del día que hace, del brillo del sol, de la grandeza de los árboles y del azul del cielo. Para ello no necesito ninguna experiencia, ninguna competencia. Precisamente por ello conviene no fiarse de quienes caminan demasiado y demasiado lejos: ya lo han visto todo y no hacen más que comparar. El niño eterno es el que no ha visto nunca nada tan hermoso, porque no compara. Cuando nos marchamos varios días, varias semanas, no abandonamos solo nuestro trabajo, nuestros asuntos, nuestras costumbres, nuestras preocupaciones y a nuestros vecinos, sino también nuestras complejas identidades, nuestros rostros y nuestras máscaras. Nada de eso es ya importante, porque andar nunca requiere nada más que el cuerpo. Ni el saber, ni las lecturas ni las relaciones tienen utilidad alguna: bastan dos piernas, y unos ojos muy abiertos para ver. Caminar a solas, subir montañas o atravesar bosques. Nunca se es nadie para las colinas y los altos árboles. Ya no se tiene un papel, ni un estatus, ni siquiera un personaje, sino un cuerpo, un cuerpo que siente las piedras puntiagudas en los caminos, la caricia de las altas hierbas y el frescor del viento. Cuando se anda, el mundo ya no tiene presente ni futuro. No hay más que el ciclo de las mañanas y las noches. El día entero haciendo lo mismo: andar. Pero aquel que caminando se maravilla (el azul de las piedras a la luz de una velada de julio, el verde plateado de las hojas de olivo a mediodía, las colinas violeta por la mañana) no tiene pasado, ni proyectos, ni experiencia. Siempre estará en él el niño eterno. Caminando no soy sino una simple mirada.

 

En los bosques, el hombre se desprende de los años, como la serpiente de la piel mudada y, encualquier periodo de su vida, es siempre un niño. En los bosques es un joven perpetuo. […] Allí siento quenada puede pasarme en la vida, ninguna desgracia o calamidad (si conservo los ojos) que la naturaleza no pueda reparar. Sobre la tierra desnuda, con la cabeza bañada por un aire bendito y erguida en el espacio infinito, se desvanece todo egoísmo mezquino. Me convierto en una pupila transparente; no soy nada, lo veo todo. [Ralph Waldo Emerson, Naturaleza]

 

Mediante sus grandes sacudidas, la Naturaleza nos despierta así de la pesadilla del hombre. Por fin quizá una última eternidad: la de la consonancia. Habría que describir exactamente lo que le ocurre al paisaje cuando se camina y que nunca podrá suceder de otra manera. Están los paisajes que veo pasar en coche: contemplo las líneas puras de las montañas, me transporto a fascinantes desiertos, atravieso increíbles bosques. A veces pido parar: doy unos pasos, hago unas fotos. Me enseñan, me cuentan los detalles: el nombre de los árboles, la forma de las plantas, la otra cara de los relieves. Por supuesto, el sol resplandece igual, los colores son igual de brillantes, y el cielo, igual de generoso.

Pero caminar impregna. Caminar interminablemente, hacer pasar por los poros de la piel la altura de las montañas cuando uno se enfrenta a ellas durante mucho tiempo, respirar largas horas la forma de las colinas al descender largo rato sus vertientes. El cuerpo se hace masa de la tierra que pisa. Y así, progresivamente, ya no habita el paisaje: esel paisaje. No es que se disuelva a la fuerza, como si el caminante se desvaneciera y pasara a ser una simple inflexión, una línea más. Porque en el caminante, de pronto esta relación se ilumina. Es como un instante que estalla. Fuego brusco: el tiempo se incendia. Entonces, el sentimiento de eternidad es de pronto esa vibración de las presencias. La eternidad, aquí, como un destello.

 

«Eternidades», de Andar, una filosofía. [Marcher, une philosophie] Frédéric Gros. 2014.

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