La Chiquitanía sufre, es verdad. Los incendios consumen sus bosques, sus montes y sus pastizales naturales. Hay miles de bomberos forestales, voluntarios y soldados rasos arriesgando el pellejo para apagar los focos de fuego por vía terrestre, a pesar de que cada día la asistencia aérea es menor y que la ayuda con víveres y logística disminuye. La cadena humana de combate tambalea de agotamiento. Ninguno tiene una vida de repuesto, están reventados pero nadie desiste. La única opción válida es seguir hasta vencer a la última brasa encendida o que tres días de lluvia lleguen cuando Dios mande.
Un tiempo antes, a principios de 2019, como si se tratara de algo impostergable, decidí recorrerla alejada de su versión turística tradicional. Las Misiones franciscanas y jesuíticas se convirtieron en mis lugares en el mundo. En ese mundo. Otro mundo. Donde el patrimonio de la humanidad vive afuera de las encantadoras Iglesias, en su plaza, sus casas bajas de adobe y puertas de cuatro hojas, sus calles de tierra colorada, sus lomeríos, sus serranías, sus bosques secos, sus montes mágicos, su gente de sonrisa amplia y sin más apuro que de lo mínimo y necesario, sus niños que saludan a propios y a extraños cuando van y vuelven de clases, estudian violín y canto, mientras las madres entretejen hamacas, invitan chicha camba (sin alcohol), café, refresco de tamarindo, pan amasado. Un mundo que usa sólo lo que necesita, que le deja a la Naturaleza lo que es de ella para que le siga brindando lo mismo que desde hace mucho más de 500 años. Un mundo al que llegó Dios a convivir con los dueños del monte, el Ñanumaite, en Nupayaré, el Hichio, el Jichi; con las orquídeas, el paquió, el curupaú, el pesoé, el copaibo y tantos árboles y plantas que les proveen agua, oxígeno, frescor, belleza y medicina; con sus tigres, urinas, pejichis, sicurís, tucanes, taracoés, troperos, lagartos.
El fuego atacó a la Chiquitanía, pero ninguna de las 313 comunidades nativas ni sus centros urbanos, han sido afectados en su poblado. Su mundo ha sido violentado, roto el vínculo ancestral con el bosque y su naturaleza. El despojo, la quema y la invasión de otras culturas atentan contra su existencia. Debemos sumarnos a la causa común de la reparación, la resiliencia, el retoño de su vida.
Esta es una invitación al turismo solidario, a vivir y saber qué defendemos. A tomar la pequeña decisión de subirse a una flota o a un vehículo y llegar. Viajar a entender una forma de vida en extinción, que no tenemos derecho a dejarla en manos de la indolencia que nos llevó a perder gran parte de la nuestra identidad en la gran ciudad.
Quienes no estén preparados para ser voluntarios contra el fuego, hay otras tareas para ayudar además de la recolecta de indumentarias, víveres y agua.
Vengan a la Chiquitanía.
Un día.
Un fin de semana.
En cuanto puedan.
Las veces que puedan.
El tiempo que puedan.
Conozcan. Escuchen.
Admiren. Asómbrense de nuevo.
Descansen.
Coman local y simple: lo que hay. Es delicioso.
Hospédense en hoteles, hostales, posadas, casas. Sencillo, como se vive acá.
Llévense un pedazo quemado para no olvidar y un producto hecho por manos chiquitanas para recordar y apoyar.
Amen esta tierra de gente buena.
Sumemos la solidaridad con nuestros actos en el lugar.
¡Gracias por llegar, apoyar y por estar!
Artículo publicado en el periódico Página Siete, edición del 24 de septiembre de 2019.
Todas las fotografías son de Gabriela Ichaso ®